EL VERDADERO SER DE DIOS Comentario a Mateo 28,16-20. Domingo de la Santísima Trinidad. 3 de junio del 2012 Carlos Pérez Barrera, Pbro.
¿En qué Dios creemos? Esta pregunta nos puede parecer muy extraña. Quizá nunca nos la hayamos hecho, porque nos podríamos responder de buenas a primeras: pues yo creo en el único Dios verdadero, no hay más que un solo Dios, aunque las distintas religiones le llamen con un nombre diferente.
Es necesario que nos hagamos esta pregunta, o mejor, que la formulemos de esta otra manera: ¿Cuál era el Dios que Jesucristo presentaba a aquellas gentes sencillas de Galilea? ¿Cuál es el Dios en el que Jesucristo nos convoca a creer?
En la antigüedad los judíos tenían una fe muy especial en relación con los pueblos paganos que vivían en sus alrededores. En la escuela nosotros nos dimos cuenta que aquellas religiones eran politeístas, es decir, creían en muchos dioses, y su relación con ellos era muy particular. Se fabricaban ídolos de piedra o de madera y había que presentarles sacrificios, culto. En cambio, el Dios de los judíos no admitía imágenes. El Dios de los judíos sólo admitía escucha de su Palabra y obediencia a la misma. Esto es lo que leemos en el libro del Deuteronomio, unos versículos antes de lo que escuchamos en la primera lectura: "¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?”, "Yahveh me dijo: « Reúneme al pueblo para que yo les haga oír mis palabras a fin de que aprendan a temerme mientras vivan en el suelo y se las enseñen a sus hijos »… Yahveh les habló de en medio del fuego; ustedes oían rumor de palabras, pero no percibían figura alguna, sino sólo una voz”… "puesto que no vieron figura alguna el día en que Yahveh os habló en el Horeb de en medio del fuego, no vayan a pervertirse y se hagan alguna escultura de cualquier representación que sea” (Deuteronomio 4,7-16).
El pueblo, inspirado por el Espíritu, hacía salmos exaltando esa Palabra divina con había sido favorecido. Como el salmo que proclamamos hoy responsorialmente. Véanlo.
Son dos religiones muy distintas: a un ídolo se le ofrece culto externo, ese culto al que los profetas tanto criticaron de parte de Dios en la antigüedad: "Yo detesto, desprecio sus fiestas, no me gusta el olor de sus reuniones solemnes. Si me ofrecen holocaustos... no me complazco en sus oblaciones, ni miro a sus sacrificios de comunión de novillos cebados. ¡Aparta de mi lado la multitud de tus canciones, no quiero oír la salmodia de tus arpas! ¡Que fluya, sí, el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne! ¿Acaso sacrificios y oblaciones en el desierto me ofreciste, durante cuarenta años, casa de Israel?” (Amós 5,21-25).
En cambio, el Dios verdadero es un Dios que habla, que se comunica con su pueblo. Este Dios lo que pide es que su Palabra sea escuchada y obedecida. Nuestro Señor Jesucristo estuvo en sintonía con esta cualidad del Dios verdadero al hacernos llamados constantes a escuchar y poner en práctica la Palabra: "Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Marcos 3,34-35); "No todo el que me diga: "Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mateo 7,21).
Más allá de todo esto, lo fascinante de la enseñanza de nuestro señor Jesucristo es que nos vino a revelar el verdadero rostro de Dios, su ser más profundo: ¿cuántas veces en los evangelios encontramos la palabra ‘Padre’ referida a Dios? Esto abre para los seres humanos una nueva relación con el Creador de todas las cosas. Ya no es el ídolo que se crearon los imperios humanos que pide sacrificios para estar contento y para tener dominados a sus súbditos. Ya no es esa idea trascendente que nos enseñaron los filósofos griegos, quienes quisieron encontrar la verdad por la sola vía de la inteligencia humana. Es algo más que el Dios único y personal de los judíos al que había que acercarse con temor y temblor, mucho menos el Dios que presentaban los dirigentes del pueblo que mostraba su amor sólo por los considerados "buenos”.
El Dios que nos vino a revelar Jesucristo en sí mismo es ese Padre que ama a sus criaturas, a sus hijos, y que, de manera privilegiada, siente compasión por los caídos, los pecadores, los pobres, los enfermos. Dios es un Dios tan cercano a nosotros que se hace visible y palpable en su Hijo Jesucristo, quien tomó carne para que pudiéramos verlo, sentirlo, escucharlo, conocerlo, amarlo, seguirlo, como es el caso de los verdaderos cristianos, porque, más que culto, lo que exige es seguimiento en su obra salvadora. Dios se hace protagonista de la historia de los seres humanos por medio de su Santo Espíritu. Qué lejos está el Espíritu Divino de ser un ídolo que pide sacrificios, cuando él lo que exige es docilidad a sus impulsos, para conducirnos por la Obra de Dios que es la plenitud de su amor.
Por eso escuchamos en el pasaje evangélico de hoy que Jesucristo nos envía a llevar a todas las naciones a ese Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, a enseñarles a todos a ese Dios fascinante, a hacerlos discípulos de ese Dios.
|