LA FUERZA DE LA VIDA Comentario a Marcos 4,26-34. 11º domingo del tiempo ordinario 17 de junio del 2012 Carlos Pérez Barrera, Pbro.
El capítulo 4 de san Marcos contiene varias parábolas: la parábola del sembrador, la de la lámpara y la medida, que nos hemos saltado, la de la semilla que crece por sí sola y la del grano de mostaza. Equivale al capítulo 13 de san Mateo aunque más breve. Confronten ustedes ambos capítulos para que enriquezcan su conocimiento de la Palabra de Dios.
Jesucristo se ha subido a una barca, en la orilla del mar, para tomar distancia y poder hablar a la multitud. Imaginémonos a toda esa gente sencilla de Galilea escuchando con admiración las enseñanzas tan profundas de Jesús expuestas por medio de parábolas. En estas parábolas Jesucristo se muestra tan contemplativo de la naturaleza como lo conocemos. Veamos cómo mira las cosas con un espíritu profundo: "un hombre siembra la semilla en la tierra: pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto”. Nosotros por lo general nos comemos una fruta y desechamos las semillas: piensen en una naranja, manzana, aguacate, etc. ¿Alguna vez, antes de tirar la semilla a la basura, se han detenido a contemplar la fuerza de la vida que Dios ha depositado en cada una de ellas? No necesitamos sembrar semillas para dejarnos sorprender por ellas, hasta en las ciudades, no sólo en el campo, vemos cómo nacen y crecen admirablemente. Sólo con que llueva y vemos brotar la yerba por dondequiera, en los cerros, en los lotes baldíos. Qué bueno que aún en nuestros barrios hay personas que aman las plantas de hojas, las flores, los árboles. Es el amor a la vida que también Dios ha colocado en el interior de nuestro ser. Y Jesucristo nos provoca a abrir nuestro espíritu contemplativo al milagro de la vida que se da y se repite constantemente ante nuestros ojos.
Hace dos mil años, en los tiempos de Jesús, el conocimiento científico aún no se desarrollaba. Ahora que ya hemos penetrado más profundamente en el interior de las cosas, podemos admirarnos mayormente. Este planeta nuestro tiene miles de millones de años evolucionando. Cómo hizo Dios aparecer la vida, primero en formas muy primitivas para después desenvolverse en formas mucho muy complejas, incluso antes de aparecer nosotros, los seres humanos. ¿Qué inteligencia interior va provocando esta fuerza de vida que hace aparecer la raíz, el tallo, las hojas, las defensas, su resistencia a los cambios climáticos. En estos miles de millones de años nuestro planeta ha sufrido, dicen los que saben, cinco grandes extinciones, y sin embargo, después de cada una de ellas vuelve a surgir la vida con mucha energía. A nosotros, los seres humanos, nos tocó llegar después de la última extinción, y estamos aquí para decir que nuestro planeta no se muere.
Pues bien, si el milagro de la vida nos deja extasiados, qué no diremos del milagro del Reino de Dios al que se refiere nuestro señor Jesucristo con sus parábolas. El Reino de Dios es el destino final de todo este proceso evolutivo tan lleno de vitalidad. El reino de Dios es el reinado de la armonía de la creación, el reinado de la paz de Dios, de su amor en plenitud, de su justicia, de su sabiduría que ya pregustamos en nuestros momentos de contemplación.
Y sin embargo, el tiempo que estamos viviendo está como para llenarnos de pesimismo. Hay momentos en que uno llega a pensar que todo esto ya no tiene remedio, como si nuestro destino final fuera la muerte que ya vemos por doquier. Pero nuestra confianza en Jesucristo nos regresa al optimismo, y a la labor de la siembra, que es lo que nos toca a nosotros. Los frutos los hará recoger Dios a su debido tiempo. Dejémonos fascinar por el proyecto de Dios. Seamos como Jesucristo sembradores del Reino, para todos los seres humanos, para todo nuestro mundo, para toda la creación. La fuerza de la vida no es de nosotros, es de Dios. Tomemos el lugar que el Creador nos ha asignado en este proceso evolutivo de la vida, hagámoslo con toda humildad; es lo que Jesucristo nos infunde con la parábola de la semilla de mostaza. Hagámonos pequeños trabajadores de una obra tan inmensa como es el Reino de Dios. No pongamos nuestra confianza en las grandezas o en los grandes de este mundo. Son los humildes de la tierra, a través de las cosas más pequeñas, los escogidos por Dios para llevar adelante su obra.
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