Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     


 
ABRE TUS OÍDOS, SUELTA TU LENGUA, ÁBRETE A LA FE
Comentario a Marcos 7,31-37.
Domingo 23º ordinario
9 de septiembre de 2012
Carlos Pérez Barrera, Pbro.
 
 
     El domingo pasado - lo escuchamos en la lectura evangélica, - Jesucristo nos dejó bien claro que la impureza no está en el exterior sino que sale de dentro del corazón del hombre, lo que nos lleva a pensar en consecuencia que no radica en las consideraciones o marcas que los hombres imponen sobre sus semejantes, como las cuestiones sociales, culturales o raciales. Con esta enseñanza nos preparaba nuestro Señor para su salida de Galilea hacia regiones paganas o extranjeras: Tiro, Sidón, la Decápolis. Estas gentes eran consideradas impuras por los judíos más religiosos. Jesucristo, en este caso, no teme contaminarse a los ojos de sus paisanos. Les va a comprobar que también entre esos extranjeros hay fe e incluso más que en los judíos, y la prueba más fehaciente de ello serán sus milagros o curaciones, que para ser efectuados requieren la fe.

     En los versículos 23 al 30 del capítulo 7, que no hemos proclamado hoy, nos encontramos a Jesucristo en la región de Tiro, al norte de Galilea donde sana a la hija de una mujer sirofenicia que estaba poseída por un espíritu inmundo. Esta mujer, siendo pagana, nos sorprende por su gran fe en Jesús, por su humildad, y sobre todo por su sabiduría para "arrancarle” este milagro a Jesucristo.

     De ahí se marcha Jesús al otro lado del mar de Galilea, a la región de la Decápolis en donde se encuentra con este sordo tartamudo. Esta gente, que aparentemente no tenía fe, le insiste a Jesús que imponga su mano sobre él. Cualquier líder religioso judío se habría resistido a tener ese contacto con una persona impura. Pero Jesús va más allá de sólo imponer su mano sobre él. A nosotros podrán provocarnos cierta repugnancia estas acciones de Jesús, no por cuestiones religiosas sino higiénicas, pero la verdad es que son fuertemente significativas. Le metió sus dedos en los oídos, le tocó la lengua con su saliva, y del fondo de su ser exhala un gemido diciendo: "effatá”, que en arameo significa "ábrete”. No sólo le devuelve el habla y el oído, sino que prodiga afecto y le comunica algo de su ser. Recordemos cuando nos enfermábamos o nos lastimábamos de pequeños. Nos curaba más el sentir ese contacto cariñoso de la mamá que los mismos ungüentos que nos ponía. Así para nosotros es un enorme privilegio el tener acceso a esa gracia o gratuidad que fluye de nuestro señor Jesucristo. Recordemos también cómo el salmo 8 nos dice que el ser humano es obra de los dedos de Dios.  Los dedos y la saliva del Hijo del hombre purifican a todo el que tenga contacto con ellos, como el rey Midas de la mitología griega que todo lo que tocaba se convertía en oro, así Jesús, todo lo que toca es purificado y salvado. La gente de aquel tiempo y de aquellos lugares paganos lo expresaba creyentemente de esta manera: "¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. Esta exclamación nos remite a las palabras del profeta que le había anunciado al pueblo, lleno de esperanza, que llegaría ese tiempo nuevo en que "se iluminarán entonces los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un venado el cojo y la lengua del mudo cantará” que se proclama hoy en la primera lectura.

     No veamos en estos gestos de Jesús a actos mágicos. Se trata simplemente de la salvación de Dios que llega a través de él a todos los pueblos. Sólo hay que acercarse a él con entera fe. Hoy día nos hace tanta falta que esos dedos tan santos nos toquen nuestros oídos y todos nuestros sentidos, que pronuncie su palabra llena de autoridad legítima sobre nosotros para que veamos, para que abramos nuestros oídos y nuestra mente a tantas cosas que, en nuestro encierro o cerrazón, nos privamos de ver, de oír y de entender.

     Necesitamos abrir nuestros oídos a la realidad circundante, a nuestros prójimos, a los problemas de los demás, porque pensamos que lo nuestro es lo único que debe de preocuparnos. Tenemos que abrir nuestros oídos a los clamores de este mundo. La solución de ellos es también salvación para nosotros mismos.

     Necesitamos que se nos suelte la lengua como a este pobre hombre, para que sepamos expresar nuestro interior, nuestro ser, y sobre todo, que sepamos expresar el misterio de Dios que es vida y salvación para este mundo.

     Necesitamos abrir nuestros oídos a la Palabra de Dios, especialmente en este mes de la Biblia. Privarnos de la sabiduría de Dios contenida en ella, es algo peor que estar físicamente sordos. Cuántos de nuestros católicos viven como si en realidad estuvieran sordos a la Palabra de Dios, porque nunca se acercan a esas páginas sagradas o porque lo hacen demasiado poco. Pensamos especialmente en los evangelios, la buena noticia de Jesucristo. Si abriéramos nuestros oídos a esa Palabra cuánta salvación derramaría Dios sobre nosotros.
 

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