Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     


 
¿CUÁL ES EL DIOS EN EL QUE CREEMOS?
Comentario del domingo de Dios Trinidad de Personas
26 de mayo del 2013
 
Carlos Pérez Barrera, Pbro.
 
 
     La inmensa mayoría de los seres humanos de todo el mundo y de toda la historia tenemos el convencimiento de que hay un Dios, una fuerza superior a nosotros, el autor de todo lo que vemos y hasta de lo que no vemos, que es mucho más. Pero la relación que entablamos con ese Dios en el que creemos, es muy diversa en cada pueblo y en cada cultura. Incluso entre los mismos cristianos y católicos, que decimos creer en el mismo Dios, hay una gran diversidad de relación con Dios.

     La palabra religión eso quiere decir, relación, religación. Hay tres principales maneras de vivir una relación con el Ser superior: una es mediante el culto, mediante el ofrecimiento de sacrificios para complacer a la divinidad. Esta es la religión de los paganos, de los creyentes en una o varias divinidades, en los pueblos antiguos, de las religiones africanas, de las religiones de los pueblos originarios de nuestro continente.

     Otra es la religión de los judíos y musulmanes, que son religiones monoteístas, es decir, ellos creen en un solo Dios. La del Antiguo Testamento tiene elementos de religión cultual, como sus lugares sagrados, sus santuarios en un principio, pero después el templo de Jerusalén, como signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo; tiene también sus sacrificios, sus ofrendas, sus holocaustos, incluyendo todo un ritual para ofrecer todas esas cosas, sus ritos de purificación de las personas, sus reglas para muchas situaciones de individuos y colectivos. Pero lo más fuerte de la religión judía es la escucha y la obediencia a la Palabra que les revela Dios a través de sus profetas, de sus enviados. Hay lugares de la Biblia donde se ve que ambas religiosidades judías entran en conflicto, y Dios mismo les revela que prefiere la misericordia al sacrificio, la justicia a los rezos. Podríamos ver Oseas 6,6; Isaías 1,11-17; Amós 5,21-25. Dios prefiere que sus fieles se relacionen con él en justicia y en misericordia y no tanto con ofrecimientos y rezos y devociones.

     Esto también nos lo ha enseñado Jesucristo nuestro Maestro, que la escucha de la Palabra de Dios y el llevarla a la práctica, es lo que Dios quiere. Pero Jesucristo no nos ha enseñado que nuestro Dios es un ser superior y desconocido, lejano y ajeno a nosotros, que sólo nos manda mandamientos para estarnos molestando y no dejarnos vivir a gusto. Por cierto que en este Dios creen muchos católicos, y por eso no se le acercan.

     No. El Dios que nos ha venido a revelar Jesucristo es un Dios con rostro de Padre. ¿Qué pasajes de los evangelios recuerdan ustedes donde Jesucristo nos enseña esto, tanto verbalmente como en su misma persona?
     En la oración del Padre Nuestro: Mateo 6,9.
     La parábola del Padre que tenía dos hijos que tan maravillosamente reacciona cuando encuentra al que se le había perdido: Lucas 15,11-32.
     La oración espontánea de Jesús en la alegría del Espíritu Santo: Lucas 10,21.
     La oración del huerto donde Jesús le dice Abbá, papá: Marcos 14,36.
     La oración al terminar la última cena: Juan 17.

     Jesucristo se da a conocer a sí mismo como Hijo. Cantidad de veces se presentó y se refirió a sí mismo como hijo del hombre, es decir, como un hijo de esta humanidad, como un hombre verdadero. Pero este hijo de los hombres nos conduce al conocimiento y a la fe en el Hijo de Dios. Él se mostró como un hijo obediente al extremo a su Padre Dios, hasta el grado de dar la vida en obediencia a sus planes de trabajar por el Reino de Dios. Convendría que cada uno de nosotros hiciera un repaso de los cuatro evangelios con esta óptica: contemplar a Jesucristo como un perfecto Hijo de su Padre eterno.

     Y finalmente Jesucristo nos revela la identidad y la acción del Santo Espíritu de Dios: cómo se encarnó por el poder del Espíritu, cómo se dejó conducir por el poder del Espíritu. Y así nos revela la más bella condición del ser humano, dejarse conducir no por sus apetencias, por sus ideas o por sus instintos, sino por la fuerza del Espíritu. Sólo con este poder de Dios se pueden hacer las cosas que Dios tiene planeadas, como es el reino de la fraternidad, del amor y de la paz.
 

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