III REFORMA DE LA IGLESIA: EL LUGAR DE LA PALABRA J. 16 enero 2014
Carlos Pérez Barrera, Pbro.
La reforma de la Iglesia comienza por convencernos del lugar que debe ocupar la Palabra de Dios, de manera especial la Palabra de Jesucristo en los santos evangelios, no sólo en nuestra vida personal, sino sobre todo en nuestra vida de Iglesia.
En todos los ámbitos de nuestra Iglesia se habla muy bien de la Palabra de Dios, en los documentos y enseñanzas del magisterio eclesiástico, en la liturgia, en los documentos y temas de nuestras reuniones diocesanas y parroquiales de planeación pastoral, en nuestro lenguaje católico. Pero la cuestión no está en hablar simplemente bonito o muy bonito de la Palabra.
La Biblia en algunos círculos de católicos ya se lee y se estudia. En la liturgia siempre se ha proclamado con solemnidad la Palabra, en todas las misas y en todos los sacramentos. Sin embargo, como que algo curioso sucede: sabemos que la Palabra de Dios es sagrada pero la mantenemos algo alejada de nuestra vida real. La palabra de Jesús no es el cimiento y fundamento de nuestro ser y hacer. Cristo nos enseña que si no construimos sobre un cimiento sólido, nuestra construcción se viene abajo: "No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial… todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca” (Mateo 7,21.24).
Como que nuestros pensamientos católicos ya estructurados son los que sustituyen la escucha y la puesta en práctica de la Palabra. Nuestra espiritualidad cristiana no consiste en ser discípulos de la Palabra sino en ser devotamente buenos. Ejemplos:
Sabemos que enojarse es pecado, que levantar la voz ante el hermano es pecado, que decir claridades como que no es propio de católicos bien educados. Y en esos casos nos preguntamos ¿no sabemos que Jesucristo se enojó en varias ocasiones? Por ejemplo lo vemos en Marcos 1,41 (traducción de la Nueva Biblia de Jerusalén), en Marcos 3,5 (por poner sólo unos ejemplos); ¿y qué no hemos leído y estudiado los discursos y las parábolas que nuestro señor Jesucristo les dirigía a los escribas, fariseos, sumos sacerdotes, saduceos, ancianos, o la expulsión de los vendedores del templo? ¿Entonces? Se nos mete a la cabeza y al corazón que la compostura y la discreción son las buenas maneras de un católico y de una Iglesia. Muchas veces el falso respeto humano es nuestra norma fundamental. El cristiano y la iglesia no son los que se dejan llevar por sus buenos pensamientos y sus buenas intenciones, sino por la Palabra de Jesús. De lo contrario nos dirá "satanás”, como se lo dijo a Simón Pedro porque se dejaba llevar por pensamientos humanos y no por los pensamientos de Dios.
Así se ha vivido el gravísimo asunto de la pederastia clerical, especialmente por la manera como nuestra jerarquía ha manejado este problema. Las denuncias las tomaron muchos católicos como una agresión a la misma Iglesia, sin detenerse a pensar en el grave daño que se les había hecho a las víctimas. Se defendió y los católicos se pusieron acríticamente de parte de los agresores por encima de todo. Cubrir las apariencias a como diera lugar fue el criterio de conducta de obispos y santa sede. Nuestro señor Jesucristo siempre se puso de parte de los pequeños: "Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen, mejor le es que le pongan al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y que le echen al mar” (Marcos 9,42). Pero en este asunto de los escándalos no fue la escucha de la Palabra lo que nos movía, sino nuestros "buenos” pensamientos humanos.
Así vivimos hace algunos años en nuestra diócesis el problema de un mal obispo: cuántos católicos se sintieron escandalizados cuando se empezaron a conocer nuestros afanes por corregir una manera de "conducir” a toda una iglesia particular por parte de una persona. Como que el principio "evangélico” era callar, dejar pasar, seguir la corriente a un grave deterioro de nuestra Iglesia diocesana. Por esta razón algunos acusamos a la generalidad de los católicos, incluidos clérigos, de un serio desconocimiento de los santos evangelios, a fin de cuentas grave desconocimiento de la persona de Jesucristo de quienes defendían o se sentían agredidos por algo que hasta ahora parecía inusual en nuestra manera eclesiástica de proceder. Nuestro señor Jesucristo se distinguió por su claridad, por su transparencia. Cuántas denuncias les dirigió nuestro Señor a aquellas gentes buenas, respetables y decentes que eran los dirigentes del pueblo (ver Mateo 23), a los que el galileo debió haber respetado para dejarnos un buen ejemplo a nosotros. Jesucristo no dudó en llamar satanás a Simón Pedro (ver Marcos 8,33) en el momento que se hizo necesario, el primer Papa de la Iglesia; en reconvenir a los apóstoles, las columnas de la Iglesia por su falta de entendimiento (ver Marcos 8,16). Muchos católicos, incluyendo clérigos, quizá nunca habían leído la enseñanza de nuestro Señor sobre la corrección fraterna: "Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano" (Mateo 18,15-17). Y tampoco al parecer habían leído que san Pablo regañó en público al que era la cabeza del colegio apostólico, a Pedro, cuando cayó en la simulación (ver Gálatas 2,11-14). ¿Era más propio de los católicos cumplir con las buenas formas que con la Palabra de Dios?
Así sucede en muchas cosas. Nuestro Señor denunciaba severamente a los escribas y fariseos porque hacían más caso de sus tradiciones humanas haciendo a un lado la Palabra de Dios. Les decía Jesucristo: "enseñan doctrinas que son preceptos de hombres. Dejando el precepto de Dios, se aferran a la tradición de los hombres. … ¡Qué bien violan el mandamiento de Dios, para conservar su tradición!... anulando así la Palabra de Dios por su tradición que se han transmitido; y hacen muchas cosas semejantes a éstas” (Marcos 7,7-13). ¡Cuántas cosas parecidas hacemos en nuestra Iglesia: fieles laicos y jerarquías! Sobreponemos nuestras "buenas maneras” a la Palabra de Dios. El problema está en que no somos ni nos estamos haciendo estudiosos de la Palabra de Dios. Seguimos con nuestra estructura religiosa que nos hemos inventado, muchas veces a nuestra medida humana, pero no somos discípulos de la Palabra del Maestro.
Otro ejemplo: dice nuestro Señor: "Ustedes, en cambio, no se dejen llamar "Rabbí", porque uno solo es su Maestro; y ustedes son todos hermanos. Ni llamen a nadie "Padre" suyo en la tierra, porque uno solo es su Padre: el del cielo. Ni tampoco se dejen llamar "Directores", porque uno solo es su Director: el Cristo. El mayor entre ustedes será su servidor” (Mateo 23,8-10). Y sin embargo, qué libertad nos tomamos en la Iglesia para hacer todo lo contrario: nos hemos hecho una Iglesia de títulos, de nombramientos honorarios (leí, gracias a Dios, hace unos días, que el Papa Francisco ya había suprimido algunos monseñoratos, aunque conservó sólo uno, para los mayores de 65 años). En otro artículo quisiera comentar más ampliamente esto de una Iglesia sin títulos. Si las leyes de la Iglesia dijeran que no se le puede llamar "padre” a ningún cristiano, habría, de parte de todos, más obediencia a esta norma, pero si lo dijo Jesucristo, como que podemos hacer lo que nos dé la gana. Y no estoy proponiendo que nos volvamos puritanamente farisaicos y tengamos sentimientos de culpabilidad porque le dijimos "padre” a un ser humano. No. No voy por ahí. Más bien quiero llamar la atención sobre nuestra falta de obediencia de manera profunda a las enseñanzas del Maestro.
Otro ejemplo: nuestro Señor denunciaba frente a las gentes y con toda claridad el comportamiento de los escribas: "Guárdense de los escribas, que gustan pasear con amplio ropaje, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y que devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones. Esos tendrán una sentencia más rigurosa” (Marcos 12,38-40). ¿Y no es ésta precisamente la imagen que proyectamos la clase clerical? No solamente al interior de la Iglesia, sino frente a nuestra sociedad y el mundo. Habría que repensar las vestiduras de nuestra Iglesia, tanto en la liturgia como en nuestra presentación social para tratar de ser más fieles al espíritu de nuestro Maestro.
Un ejemplo más, ahora que se ha lanzado la consulta sobre La Familia para el próximo Sínodo de los obispos: nuestra reflexión y nuestra pastoral eclesial, como algunos lo han notado al responder a esta consulta, se ciñe y constriñe casi exclusivamente a la familia de sangre, esa pequeña célula de la sociedad que desde luego que apreciamos enormemente desde el corazón de Jesucristo. Sin embargo, la familia cristiana, desde nuestro Fundador y Guía, trasciende los vínculos de la sangre. Toda nuestra reflexión y nuestra pastoral sobre la familia debe partir de la escucha de la Palabra de nuestro Maestro. Somos sus discípulos, no somos nosotros los maestros. El punto de partida y la clave para entender y vivir "la familia” debe ser la pregunta y la respuesta que hacía Jesucristo en aquella casa de Cafarnaúm donde vivían sus discípulos: "¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Marcos 3,33-35). Esto no es un complemento a nuestra reflexión y vivencia de la familia, se trata de una convocatoria a formar fundamentalmente otra familia, más allá de los vínculos de la sangre. El detenerse la Iglesia en la familia vinculada por la sangre, eso sí es valorar nuestras realidades humanas, que también es evangelio, actualización de la Palabra de Jesús, pero siempre deberá hacerse en contacto directo con sus enseñanzas.
En el documento de Aparecida los obispos nos llaman más que a desarrollar una pastoral bíblica, a una animación bíblica de toda la pastoral (ver D. A. 248). Pero no podemos quedarnos en la expresión sino pasar de manera efectiva a esa animación bíblica: es necesario que todos los sacerdotes, obispos, laicos activos nos pongamos a estudiar cotidianamente la Palabra de Dios, la Palabra de Jesús, y que dejemos que nuestra vida cristiana y nuestra vida de iglesia se vaya haciendo acorde con esa palabra.
Repito, si queremos reformar de manera profunda nuestra Iglesia, tenemos que empezar por colocar la Palabra en su justo lugar, en el cimiento, el fundamento de nuestra vida cristiana y de toda nuestra vida de Iglesia, hacernos cristianos conforme a la Palabra, hacer una Iglesia de acuerdo a la Palabra.
Estamos de acuerdo en que la lectura e interpretación de la Sagrada Escritura no debe de ser de manera literalista, sino integral, fruto de un estudio profundo y amplio de toda la Biblia a partir de los santos evangelios, un estudio espiritual de la Persona de nuestro señor Jesucristo, Palabra del Padre, conducidos por la luz y la fuerza de su Santo Espíritu. Y en este estudio todos tenemos una palabra que decir, porque nadie tiene la exclusiva de la Palabra. Aquí no se deben admitir manipulaciones.
A partir de la Palabra de Jesús, es como debe de hacerse nuestra liturgia, nuestra disciplina eclesiástica, nuestra reflexión de fe, etc. O nosotros como Iglesia somos los maestros, o somos los discípulos de Jesucristo. |