EL RESUCITADO ES NUESTRA ALEGRÍA Comentario al evangelio del domingo 4 de mayo del 2014 3º de pascua
Carlos Pérez Barrera, Pbro.
Los discípulos y las discípulas de Jesús quedaron sumidos en la depresión y en el miedo aquel viernes santo en que les arrebataron a su Maestro. Así nos quedamos todos. Jesucristo era nuestra alegría, la vida de los pobres, la salud de los enfermos, la sabiduría de los ignorantes, la paz para este convulsionado mundo.
En estos dos caminantes tristes y desilusionados del evangelio según san Lucas, nos debemos ver reflejados cada uno de nosotros. Este mundo tiene motivos más que suficientes para que caminemos por la vida con los ánimos caídos: problemas personales, familiares, sociales, crisis económica, lucha por la subsistencia, ambiente de violencia e inseguridad… nervios, angustias, miedos. ¿Dónde está Dios?, nos preguntamos. Todos los seres humanos, unos más, otros menos, sabemos que necesitamos de Dios, que la empresa humana, es decir, al hacer al ser humano algo más grande y digno, es algo que rebasa nuestras fuerzas y capacidades. Dónde está Dios, nos preguntamos sin darnos cuenta de que alguien camina con nosotros. Cuando empezamos a dialogar con él en la oración, en la lectura de los santos evangelios, en la participación en los sacramentos, en la vida de comunidad, en la caridad, en el servicio a los más necesitados, es cuando nuestras esperanzas empiezan a retomar color, cuando nuestros ánimos comienzan a levantarse.
Es que a los católicos se nos olvida lo que somos. ¿Qué somos, cuál es nuestra vocación más honda, cuál es nuestra identidad? Ser discípulos de Jesús. Desde que él nos llamó a la orilla del lago, o cuando estábamos sentados en el despacho de los impuestos, o en aquella situación tan diversa en que él encontró a cada uno de nosotros, desde entonces, quizá desde nuestro bautismo, o mejor aún desde que el Padre nos llamó a la existencia, desde el seno materno, desde entonces somos discípulos de Jesús. Pero nos metemos al camino de la vida y prescindimos de él, nos soltamos de su mano, nos hacemos de otros maestros, ponemos oído a otras voces y nos vamos detrás de ellas, o de ninguna, porque a veces nos escuchamos sólo a nosotros mismos. Y es entonces que perdemos nuestra verdadera seguridad. Nada en este mundo nos puede dar tanta seguridad como el mismo Jesucristo nuestro señor y nuestro único maestro.
Caminemos a su lado, caminemos por esta vida en su compañía. Abramos nuestros oídos y nuestro corazón, todo nuestro espíritu a su palabra, a su enseñanza. Él nos explica las Escrituras, pero también nos ayuda a entender la Palabra de Dios escrita en los acontecimientos, en la vida de las personas, en la historia de los pueblos, hasta en los hechos aparentemente más irrelevantes. Y así caminando él nos va conduciendo a la comunión con él y con todos, que eso es la fracción del pan, el momento culminante de esta caminata que es nuestra vida.
Por ello, un objetivo que debemos trazarnos todos los sacerdotes y apóstoles laicos de nuestra Iglesia es: volver nosotros mismos y hacer volver a todos los católicos a las páginas de los santos evangelios, de manera directa, personal, grupal, comunitaria. Mientras no nos hagamos lectores asiduos del Evangelio, mientras no nos convirtamos en estudiosos de esa sagrada Palabra, seguiremos caminando, tanto como católicos en lo individual como Iglesia en su conjunto, como aquellos dos discípulos de Emaús, perdidos, sin rumbo, sumidos en la tristeza, tardos para entender a Dios mismo. |