CONTRA UNA RELIGIOSIDAD ESTÉRIL
Comentario al evangelio del domingo 5 octubre 2014, 27º ordinario
Mateo 21,33-43.
Carlos Pérez Barrera, Pbro.
El evangelista san Mateo nos platica en su capítulo 21 que Jesucristo había llegado al templo de Jerusalén, de ahí había expulsado a los vendedores, no como un golpe contra ellos sino contra sus jefes, que eran los sumos sacerdotes y los ancianos del sanedrín. Estas gentes captaron muy bien que la provocación iba dirigida contra ellos y por eso se le acercaron para cuestionarle acción tan atrevida. Le habían preguntado que con qué autoridad hacía eso. Jesucristo no responde a su pregunta pero sí les dirige tres parábolas muy fuertes: la parábola de los dos hijos que proclamamos el domingo pasado, la parábola de los viñadores homicidas que proclamamos hoy, y la parábola del banquete de bodas desairado que proclamaremos con el favor de Dios el próximo domingo.
Contemplemos la manera magistral con que Jesús nos hace una síntesis en una parábola de la historia de Dios con su pueblo hasta la venida de su Hijo. Dios estuvo enviando profetas para que llamaran a su pueblo a tomar sus caminos de vida, pero el pueblo, sobre todo sus gentes del poder, había apedreado a unos, golpeado a otros, matado a otros. Así había sido el antiguo testamento. El final de esta historia estaba a punto de suceder. Jesucristo estaba consciente de que así sería, y las comunidades evangélicas bien que conocían el trágico desenlace que había tenido para cuando se escribieron los evangelios: al Hijo de Dios lo sacaron de la ciudad santa de Jerusalén y lo mataron crucificado en un monte de las afueras.
Continuando con esa pedagogía de verdadero Maestro, Jesucristo consiguió, según san Mateo, que sus oyentes, las autoridades judías del pueblo, pronunciaran su propia sentencia condenatoria: "dará muerte a esos desalmados y arrendará el viñedo a otros viñadores que le entreguen los frutos a su tiempo”. No es Jesucristo el que pronuncia sentencia de muerte contra los ancianos y sumos sacerdotes, ellos le ahorran esa pena. Jesucristo no había venido a condenar sino a salvar, pero ellos sí son partidarios de la pena de muerte y lo harán no consigo mismos sino con el enemigo de la muerte que es Jesucristo.
Nosotros celebramos en semana santa este final trágico del Hijo de Dios a manos de los hombres, y en cierta manera nos reconocemos como parte de los que lo condujeron a la muerte. Sin embargo, como que nos quedamos simplemente en nuestros tradicionales pecados personales: cuando contamos mentiras, crucificamos a Jesús; cuando nos peleamos, crucificamos al Hijo de Dios; cada vez que cometemos algún pecado mortal lo condenamos a muerte, como aquellos que lo azotaron, se burlaron de él, lo crucificaron.
Nuestra toma de conciencia tiene que ir más allá. Leamos despacio esta historia, enriquecidos con las primeras lecturas, y nos daremos cuenta que no son sólo los pecados de nuestra estrecha vida individualista lo que tiene enojado a Jesucristo. No. Dios espera frutos de su pueblo, lo mismo que un huertero espera que su huerta le reporte utilidades. Nadie trabaja un huerto o un sembradío nomás para perder el tiempo y su dinero. Dios espera de nosotros, de toda la humanidad, especialmente de su Iglesia, frutos de justicia, de fraternidad, de salvación, de caridad. ¿Para qué creó Dios este inmenso universo y este maravilloso planeta tan lleno de vida si no es para que hagamos de él, con su gracia, una casa donde cada uno tenga su justo lugar y su justo sostenimiento y desarrollo? ¿Acaso este mundo tan lleno de asesinatos, de violencia, de odio y de egoísmo son los frutos que Dios espera de nosotros? Que nadie diga que no tiene la culpa porque piense que cada quien debe hacerse responsable de su vida y de sus cosas. Contemplamos en Jesucristo que el ser humano no debe vivir su propia vida para sí mismo, sino entregarla para que la obra de Dios se realice según sus proyectos.
El poder humano es el que nos pierde. Cuando uno goza de cierta autoridad es capaz, para defenderse, de hacer el mal a los demás. El poder es capaz de provocar la muerte a los profetas de hoy, a los que defienden y promueven los derechos de los demás. El poder de los hombres condujo al Hijo de Dios a la muerte. ¡Cuidado con el ejercicio del poder!
La sentencia de Jesús es que si nosotros, los seres humanos de hoy, especialmente los cristianos que formamos hoy la Iglesia, los católicos, que habemos tantos tan buenos para nada, y de manera especial sus dirigentes, o sea obispos y sacerdotes, si no le damos los frutos que él espera, se deshará de nosotros y llamará a otros que sí le presenten buenos resultados a su debido tiempo. |