JESÚS, QUE VEA Comentario al evangelio del domingo 30º del tiempo ordinario 25 octubre 2015 Marcos 10,46-52.
Carlos Pérez Barrera, Pbro.
Jesús está cerca de su destino final, Jerusalén. Jericó está a unos kilómetros de esa ciudad, a orillas del Mar Muerto, sólo falta emprender el camino de subida. Al salir de Jericó, Jesús se encuentra con un ciego que pide limosna al borde del camino. Hay ciertas condiciones que le permiten a Jesús encontrarse con los marginados. Si fuera un magistrado judío, un fariseo, un sumo sacerdote, su medio ambiente sería otro, mantendría una buena distancia del pueblo. Pero Jesús camina con la gente.
Cuando este ciego se da cuenta que el que pasa es Jesús nazareno, empieza a pegar de gritos: "Jesús, hijo de David, ten compasión de mí”. ¿Nosotros nos damos cuenta cuando Jesús pasa por nuestra vida? Muchas veces estamos entretenidos en otras cosas. Debemos estar atentos porque los ciegos podemos ser nosotros.
Los acompañantes de Jesús, es decir, la gente y sus discípulos, trataban de callar al ciego. Quizá les parecía falta de respeto hacia el Maestro. Quizá el evangelista pretenda que nos demos cuenta que también nosotros podemos crear un cerco en torno a Jesús que impida el acceso de los necesitados.
El clamor de los pobres y marginados muchas veces trata de ser acallado en esta sociedad: los padres de los desaparecidos, de los muertos, de las víctimas de la violencia, los pobres, los desempleados, los defraudados, los campesinos, los indígenas. Muchos de ellos no gritan con palabras sino con su propia vida. Y esos gritos y esas vidas suben hasta el cielo. Dice la Biblia en el libro del Éxodo: "Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos” (Éxodo 3,7).
Si la gente pretende acallar al pobre, Jesucristo sí tiene oídos para él, porque está pendiente de sus clamores, y tiene una respuesta efectiva. "Llámenlo… ¿qué quieres que te haga?”. La pregunta es necesaria porque el ciego no pedía la vista, sino limosna. No es bueno suponer lo que el otro quiere, ¿qué nos cuesta preguntar? El ciego no le pide a Jesús ‘una limosnita por el amor de Dios’, sino la vista. Si recupera la vista, deja de ser limosnero. Él no quería ser limosnero, quería ser un hombre entero. Pero esa integridad se la va a dar el seguimiento de Jesús.
Debemos atender a las pretensiones del evangelista al colocar a dos ciegos que abren y cierran una sección muy importante de este evangelio: con la pregunta sobre su identidad, Jesús nos invita a abrir nuestros ojos, nuestra mente y nuestro corazón para entrar en su misterio, quién es él, cuál es su misión. Él se revela a sí mismo a través de tres anuncios de su pasión, muerte y resurrección. Pero a nosotros nos cuesta mucho entrar en la inteligencia de ese misterio (Mc 9,32), de ahí que el evangelista nos ofrezca primero la imagen del ciego de Betsaida, al comienzo, y la del ciego de Jericó, para cerrar esta sección. Todos debemos mirarnos a nosotros mismos en estos ciegos, para acercarnos a Jesús, que él nos abra los ojos a su verdad, la verdad de Dios sobre nosotros, sobre nuestra humanidad.
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