Con las Manos Vacías
Hace varios años se rodó una película que llevaba por título: "Con las manos vacías". En ella había una escena de una señora, muy elegante, pero muy descuidada en sus deberes religiosos.
Va por la carretera con su flamante automóvil, último modelo. Se distrae y choca tan fuertemente contra un camión, que la arroja fuera del carro, a la acequia. El camionero huye.
Y queda sola la señora viéndose desangrarse sin remedio. Al ver que son pocos los minutos de vida que le quedan, se acuerda de Dios, se pone de rodillas y comienza a gritar levantando sus manos estériles: "Dios mío, no me lleves, porque tengo las manos vacías". El grito desesperante se repite una y otra vez: "Dios mío, no me lleves porque tengo las manos vacías".
Y se oye una voz misteriosa que le hace eco: "vacías... vacías.... vacías", y era verdad, no había hecho nada en su vida que mereciese la pena. Es tan fuerte el grito de dolor y de súplica, que, al fin, aparece una mano con un crucifijo.
Lo pone en esas manos infecundas que se mueven desesperadas, y le dice una voz extraña: "Agárralo fuertemente; y ya puedes morir, porque tus manos están llenas".
La escena acaba muy bien, pero en película; porque en realidad, ¿qué tal? ¿Qué decir de una vida estéril, sin sentido, egoísta e insensible a los demás? Una persona decía que había tenido un sueño muy raro. Soñó que había muerto sin hacer nada digno y que fue castigada por Dios a un particularísimo purgatorio: vaciar al suelo un grandísimo costal de nueces que representaban los días de su vida y luego abrirlas una por una, para ver, al final, que todas ellas estaban vacías por dentro.
Este sueño es realidad, desgraciadamente, en muchas personas. No hay mayor fracaso para un hombre que pasar sus días inútilmente, llegar al final con las manos vacías y el corazón vacuo, y tener que cantar con el poeta León Felipe: Me voy sin haber dado mi cosecha Sin haber encendido mi lámpara
Sin haber compartido mi pan. Hay que llenar, hermano y amigo, el cántaro de la vida de sonrisas y cantares. Hay que encender la lámpara de las buenas obras. Vivir a tope las horas de nuestra existencia, dejando a un lado la mediocridad. Hay que ser un árbol fecundo, manantial de aguas, jardín florido.
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