UNA PALABRA DE ESPERANZA PARA EL PUEBLO
Comentario a la liturgia del domingo 8 de enero de
2017
La Epifanía del señor
Mateo 2,1-12.
Carlos Pérez Barrera, Pbro.
Nuestra
Iglesia universal celebró esta fiesta de la epifanía del Señor el pasado
viernes, el mero 6 de enero. No le llamamos propiamente la fiesta de los reyes
magos, porque ellos no son el centro de la escena, sino el Niño al que llegan a
adorar. Por eso su mejor nombre es la "Epifanía del Señor”. En México la
celebramos litúrgicamente en domingo para favorecer la asistencia de nuestros
católicos.
Hemos
estado viviendo en estos primeros días del año momentos difíciles para toda la
población. La devaluación de nuestra moneda, amenazas del otro lado del río
bravo, aumento del precio de los combustibles, movilizaciones, protestas,
inconformidades, bloqueos, desabasto. Por un lado, nos unimos a todo ese
rechazo hacia quienes manejan la economía de nuestro país, pero por otro lado
sufrimos las consecuencias. ¿Qué nos espera una vez que el nuevo presidente de
Estados Unidos, tan beligerante hacia nosotros, tome posesión de su cargo?
El
profeta Isaías, tal como lo acabamos de escuchar en la primera lectura, le
dirige al pueblo, de parte de Dios, una Palabra de entusiasmo cargada de
esperanza. El pueblo judío había sido conquistado y exiliado en tierras
extranjeras, lejos de sus casas, lejos de su amado templo. Se sentían como
nosotros tan lejos de Dios y tan cerca del imperio que los oprimía. Debemos
preguntarnos si esta palabra del profeta está igualmente dirigida a nosotros o
nos suena a fantasía. Los creyentes decimos que desde luego que sí es para
nosotros y precisamente para estos momentos difíciles. Pero lo decimos y lo
vivimos no desde la economía o desde la política, sino desde nuestra
espiritualidad, porque hemos echado raíces en el evangelio que nos dejó el que
nació en Belén, desde su santo Espíritu que lo impregna.
Precisamente
nuestra fe cristiana es para los tiempos difíciles. Porque desde nuestra fe son
muchas las cosas que tenemos que cambiar en nuestras personas y en nuestra
sociedad. A toda la población nos preocupa satisfacer nuestras necesidades
básicas, de los más pequeños; pero también nos preocupa si nos tendremos que
privar de los aparatos tecnológicos con que nos han atiborrado nuestra vida. El
que contemplamos recostado en un pesebre nos enseña, en el sermón de la montaña
(Mateo 6,25), a poner toda nuestra confianza en el Padre, él es nuestra fuerza,
él nos iluminará para salir adelante. Jesucristo vivió en su corporalidad esa
extrema confianza cuando no tenía ni dónde reclinar la cabeza. También nos
enseña, en el mismo pasaje de san Mateo, a buscar en primerísimo lugar el reino
de Dios y su justicia (v. 33). Tenemos por delante esa grave responsabilidad:
cambiar este mundo de manera estructural y personal para que entremos en un
camino, no de consumismo, sino de felicidad para todos. Hemos dejado de lado la
misericordia, la caridad hacia los más débiles. Desde la fe no nos importaría
comer sólo frijoles y tortillas, que es lo que consumen los más pobres. No
tengamos miedo de perder privilegios, de entrar en un tiempo de privaciones.
También la privación es parte de nuestra vida. Es la que nos forja como
verdaderos seres humanos.
Si
entendemos y vivimos así las cosas, entonces digamos como el profeta: "Levántate y
resplandece, Jerusalén, porque ha llegado tu luz y la gloria del Señor alborea
sobre ti. Mira: las tinieblas cubren la tierra y espesa niebla envuelve a los
pueblos; pero sobre ti resplandece el Señor…” Esta convocación de alegría es para nosotros
una realidad esperanzadora. Es nuestro futuro pero también es nuestro presente,
y lo contemplamos y vivimos en la sonrisa del recién nacido en Belén, que nació
en la más absoluta privación. Por eso hemos venido, como los magos, también
nosotros a adorarlo.
¡Si este mundo abriera su
corazón a la buena nueva en persona que encontraron los magos del oriente!
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